DESAYUNO EN TIFFANY’S: HOLLY A HOLLYWOOD


Todo comienza con una mujer: una mujer que ya no está, que se ha ido y que, seguramente, no ha de volver jamás. Una mujer que es solo un recuerdo: un vago recuerdo glorioso que aún persiste en la memoria de aquellos que la conocieron y que, a pesar de desearlo con todas sus fuerzas y de empeñarse en ello, jamás pudieron retenerla. Una mujer inasible como un suspiro que se escapa en el momento más inoportuno. 
Un nombre: Holly Golightly.
Cinco sílabas que, al pronunciarlas, dejan un sabor semejante a la tristeza y al desencanto. Que nos hacen pensar en la primera vez que apareció subiendo una escalera o la primera vez que nos ofreció una mirada al colarse por la ventana abierta en medio de la noche: una mirada que atisba “bizqueando como los ojos de un joyero”, a veces azul, a veces verde: multicolor como su cabello. Un nombre que, además, sabe a fiesta y a oportunismo. A cariño y a desmesura. A completa ausencia y desapego. 

 
Y, sin embargo, todo comienza, también, con una mujer, una que aparece frente a una joyería de Tiffany’s, ataviada con un bellísimo vestido negro, que usa guantes largos hasta el codo, y que lleva el cabello recogido en un elegante chongo. Una mujer que observa a través de los escaparates mientras toma un café y muerde un croissant. Una mujer que es Audrey Hepburn y que también es Holly Golightly. Ambas poseen el mismo nombre pero, a pesar de ello, no son la misma persona. La diferencia entre ambas es casi imperceptible: es fácil enamorarse de una y de otra. Es fácil caer en sus encantos y perderse en aquella mirada sencilla, seductora. Pero es sólo en apariencia. Si nos ceñimos al texto, el aspecto es muy distinto, incluso sorprendente.
 
Desayuno en Tiffany’s es una novela escrita por Truman Capote, publicada por primera vez en 1958. Su adaptación cinematográfica se realizó en 1961, y fue dirigida por Blake Edwards, con guion de George Axelrod. Fue nominada al Óscar en cinco categorías de las cuales sólo ganó dos: Mejor banda sonora y Mejor canción. La nominación a Mejor guion adaptado fue solo una cortesía: habría sido muy difícil que ganara pues como se ha comprobado en la mayoría de los casos, dentro del medio cinematográfico, la novela siempre se muestra renuente a ser adaptada con suma fidelidad.
 

La Holly Golightly de la novela es mucho más compleja que la que encarna Audrey Hepburn en la pantalla grande, aunque no por ello hay que restarle mérito a la actriz. Capote hizo de su personaje un ser que logra confundir al lector: es entrañable pero, a su vez, realiza acciones que no son del todo bien vistas. A lo largo de la novela se alcanzan altibajos que introducen al lector en una relación de amor-odio con el personaje. Sin embargo, en eso radica su verdadero encanto: en la trasgresión. Conforme la trama avanza, Holly se transforma hasta alcanzar el cénit de su madurez. Deja de mostrarse del todo como una niña caprichosa y, en aras de encontrar aquello que desea, se enfrenta a lo desconocido para toparse de frente con esa felicidad que siempre ha buscado. “Me da igual ser cualquier cosa, menos cobarde, falsa, tramposa en cuestión de sentimientos, o puta: prefiero tener el cáncer que un corazón deshonesto”, dice Holly hacia el final de la novela.

Ya lo dijo Anthony Burgess: “no tiene demasiado sentido escribir una novela a menos que pueda mostrarse la posibilidad de una transformación moral o un aumento de sabiduría que opera en el personaje o personajes principales”. La Holly Golightly que aparece en un inicio no es la misma que se marcha hacia el final. Sufre ciertos cambios que, aunados a su filosofía de vida, demuestran un ligero rasgo de madurez que en Hollywood se muestra de una manera distinta.
 
La película, sin embargo, brilla por sí misma. La adaptación de George Axelrod tiene ventajas que, aunque no son superiores al texto escrito por Capote, poseen una belleza particular que realza pequeñas particularidades del texto. A pesar de las omisiones (la constante aunque no tan dedicada drogadicción de Holly, su trabajo como escort y su invariable desnudez, el aborto o la digresión que lleva al narrador a mencionar la existencia pasada de Holly), la película se sostiene dentro de su propia narrativa: la idea de crear una comedia romántica funciona en tanto que la obra textual, en su género, se presta para este tipo de cine. Digamos: el texto de Capote es una escaleta, un guion en busca de variaciones. Para fortuna de Blake Edwards, su elección sienta bien al texto pero, eso sí, con ciertas modificaciones: no es lo mismo el cada vez más popular medio del cine que el cada vez más inexplorado medio del libro. De algún modo hay que adaptar un texto escandaloso como lo es el de Capote para que la sociedad digiera con mayor facilidad aquello que quiere representar.
 

La novela, una novela corta, bastará decir, es trasgresora, digamos, en tanto que Holly actúa como una mujer distinta al resto de las mujeres de la época (finales de los 50’s, principio de los 60’s). Si bien la década de los sesenta representa un parteaguas social, un paradigma de la libertad, la idea arraigada de la mujer sumisa aún posee la fuerza total de la convención: es mejor una mujer hogareña que una mujer liberada. Capote, ceñido a estos parámetros, decidido a dinamitar las bases con el poder de la crítica, crea a un personaje anárquico, que se mofa de las buenas conciencias y demuestra que la libertad está al alcance la mano sin importar género ni edad. Tres años más tarde, con Audrey Hepburn a la cabeza en el papel de Holly, esta idea, a partir del personaje, habría de marcar un hito en la liberación femenina y en su posterior avance: la gracia de Hepburn, en su papel, permitió que la idea de lo femenino adquiriera nuevos matices que, con el tiempo, se aceptaron de tal manera que hoy son parte de una convención sistematizada, bien vista, que parte de una nueva cosmogonía social. Habla de una independencia que ha alcanzado su punto más álgido en los tiempos actuales. La modernidad de Holly Golightly sorprende, hoy en día, por su total actualidad: la forma en la que rompe con el paradigma dual de lo femenino en Hollywood es un hito dentro de la industria (en lo literario, también, pero ya existen antecedentes en la Dalloway de Woolf o en la obra de las hermanas Brönte).
 
La forma en la que Capote juega con sus personajes permite que la trama avance con una vertiginosidad que apremia en cada párrafo. El autor logra esa constante transición de los personajes, que cambian a través de sus vivencias y que, en partes, adquieren personalidades muy bien delimitadas a través de lo que viven. Son vestigios evidentes de sus propias circunstancias: Holly adquiere el garbo de una primera dama cuando sufre entre las garras del desamor; el narrador se muestra renuente a caer en el encanto de Holly, pero le resulta imposible y por ello evoca la experiencia en se narración a manera de exorcismo. 

El personaje central de ambas historias es Holly Golightly, sin duda. Pero en la novela también existe el narrador: un escritor emergente, que ha publicado algunas cosas, y que evoca a la muchacha cuando ésta ya se ha ido. Un escritor que habla de un recuerdo que él rememora como un pasaje glorioso aunque doloroso. Holly lo llama Fred, como su hermano, debido al parecido, aunque Capote jamás le dio un nombre. En la película, en cambio, el personaje sí posee un nombre: Paul Varjak. La línea que marca la diferencia entre estos dos personajes, y entre la película y el texto, es sencilla: Holly le dice al narrador, en la novela, y a Paul, en la película, refiriéndose a su gato: “[…] pobre desgraciado que ni siquiera tiene nombre. Es un poco fastidioso eso de que no tenga nombre. Pero no tengo ningún derecho a ponérselo: tendrá que esperar a ser el gato de alguien”. Y luego, más adelante, agrega: “ninguno de los dos le pertenece al otro. Él es independiente, y yo también. No quiero poseer nada hasta que encuentre un lugar en donde yo esté en mi lugar y las cosas estén en el suyo”. La idea de que el narrador posea un nombre dentro de la adaptación fílmica nos revela un poco, si se ha leído antes la novela, el tipo de final que ésta tendrá: uno en donde ambos, Holly y Paul, se posean mutuamente y se entreguen a ese amor romántico que Hollywood se la pasa predicando.
Es injusto comparar el libro con la película: ambos son lenguajes muy distintos. Pero es pertinente mencionar, siempre, de qué manera funciona uno (el cine) apoyado en el otro (el texto). La forma en la que Desayuno en Tiffany’s se compenetra en sus dos medios es precioso, pues ambas presentaciones funcionan como una extensión mutua que se apoya para llenar esos huecos que existen, a pesar de ser piezas cerradas y completas.

La idea de acercarse al texto original escrito por Capote después de haber visto la película responde a la intención de crear un diálogo entre ambos lenguajes y ver de qué manera funciona cada uno en su respectivo medio. Leer la novela después de ver la película o, al contrario, ver la película después de leer la novela no es, en lo absoluto, una idea descabellada. Al contrario: al conocer ambas historias (porque, hay que precisarlo, de ninguna manera son la misma historia) se abre una brecha que permite establecer una crítica solemne en donde, de ninguna manera, la intención es comparar y elegir a una por encima de la otra. El verdadero propósito es, más bien, mostrar un panorama total, uno que permite al espectador y al lector, si ambos son la misma persona, ejercer esa crítica que amplía ambas historias hasta hacerlas una sola y que permite entenderlas hasta las últimas consecuencias, mucho más allá de lo que cada medio permite dentro de su propio núcleo.

Texto por: Marco Antonio Toriz 

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