Poesía sin fin, el arte de sanar los recuerdos.
Poesía sin fin es la segunda parte del trabajo
autobiográfico que inició Alejandro Jodorowsky con “La danza de la realidad” en
el 2013. En esta secuela conocemos
a un joven Alejandro (Adán Jodorowsky) en sus inicios como poeta en el barrio de
Matucana, en un Santiago de Chile de finales de los años cuarenta y
principios de los cincuenta. En aquellos años en este barrio existía un
ambiente bohemio muy propicio para el desarrollo artístico, situación que facilitó
a Alejandro construir los recursos que le permitirían eventualmente abandonar el
hogar paterno.
Partiendo de cada uno de los lugares que marcaron
su vida en esa época iremos conociendo a sus personajes. Nuevamente vemos a
Brontis Jodorowsky en el papel del brutal Jaime y a una multifacética Pamela
Flores, que conmoverá primero con su canto en el papel de Sara, para después
irradiar en la pantalla con su segunda participación como la poeta Stella Díaz
Varín, una provocadora musa de fuerte personalidad y belleza multicolorida. En
las actuaciones también destaca la participación de Leandro Taub, quien en una magnifica e intensa interpretación da
vida a Enrique Lihn, el poeta
amigo de Alejandro.
Una de los aspectos más disfrutables desde que
inicia la película es la paleta de colores cuidada y de una misma gama para
cada escena. Con una clara influencia teatral pero también pictórica, cada
escenografía (fondos, telas, objetos) armoniza espectacularmente con el
vestuario y el maquillaje que usan sus personajes. La iluminación termina de
amarrar la propuesta creando escenas con colores vivos, sombras donde debe
haberlas y placer visual en su conjunto. Al final no solo consigue transportarnos
a otra época, sino que lo hace también de una manera fantasiosa gracias a la
intensidad de colores que la representan.
Con esto de fondo, el tono que usa para contar su
propia historia de ninguna manera es serio. Por el contrario parece un juego en
el que va de un momento a otro del horror a lo humorístico, al igual que del drama
a lo festivo. Y es que tanto en La Danza de la Realidad como en Poesía sin fin
se conjugan tres elementos que definen el estilo particular de este director:
uno, su pasión por el cine; dos, su concepción de que el arte debe servir para
sanar y; tres, su propio trabajo para sanar la relación con su padre.
En este segundo y tercer aspecto Poesía sin fin
trasciende al producto cinematográfico para convertirse
en lo que el mismo Alejandro ha
llamado un “acto psicomágico”. Este “acto” persigue un fin terapéutico para
sanar toda clase de bloqueos que impidan la realización de las personas. En
este caso, para el director reconstruir su doloroso pasado es sanador en
primerísima instancia para él, pero también para su familia. El papel de sus hijos
Adán y Brontis representando a las generaciones anteriores no solo proporciona
un material artístico muy sui generis en el presente, sino que además deja un
legado para futuras generaciones.
En una bella analogía con la vida, el título
“Poesía sin fin” no le podría ir mejor: es aquello que no termina, pero también
lo que surge sin otra finalidad más que su propia existencia.
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